Hacía ya tiempo que la última bombilla se había desenroscado,
juraría que casi sola, cayendo al suelo, haciéndose añicos y sumiéndome en una ambigüedad
que entonces, no pensé que fuese a ser tan duradera. Siempre me ha gustado la
oscuridad y en ella me he movido cómodo, muchas veces incluso la he buscado
pero, como todo gusto que se presenta como obligación… deja de apetecer. Ahora
me agobia no salir de la penumbra… me despierto con sombras y entre ellas
duermo… ¡sí!
Un providencial día, como aquel aliciente que encontré
hace tiempo y que estoy deseando volver a retomar en estos relatos, apareció
por fortuna en mi cama una bombilla, nueva, casi desconocida y que casi me
prometía la luz que desesperadamente buscaba… no, necesitaba… no, me urgía… no ¡hubiere
matado!
Salté sobre la cama en cuanto la vi, tembloroso, la cogí
con fuerza y subido al mismo lecho agarré el portalámparas que pendía del techo
y empecé a enroscarla… ansioso… tembloroso… el corazón me golpeaba como hacía
tiempo no ocurría, con la vista fija en el filamento que de lógica se prendería
devolviéndome la luz… Así ocurrió, el contacto fue efectivo y la luz se hizo,
sorprendido… deslumbrado… satisfecho y asombrado olvidé dejar de enroscar…
Reventé la bombilla ¡sí!
No me dolió tanto el corte en mi mano producido por el
cristal… como quedarme de nuevo en la oscuridad más absoluta… y en realidad
poseo ojos de gato que en la noche son capaces de moverse… orientarse… y de
tarde en tarde… centrarse en realidades abstractas con apariencia verídica…
como en ese momento era yo y como sospecho sigo siendo por el momento…
Sólo son cosas mías
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