“La vaguedad de las palabras, hace perder el sentido de
lo que es sabio”.
El aire frío del norte resbalaba por su piel dejándola
fría e inerte. Las verdes y blancas montañas se cubrían por un manto gris que
poco a poco iba tapándolas, dejando sin ropajes a los robustos árboles que
resistían en lo alto de éstas. No se oía nada, ni un ruido. La luna asomaba
brevemente en lo alto, las pequeñas luces amarillas que adornan la noche
estaban revestidas por una túnica negra, se avecinaba tormenta. Todo estaba en
silencio, era en apariencia la nada, en realidad era nada y lo era todo.
Somos una simple mota de polvo en el universo, venimos
y nos vamos. Algunos dejan una huella, pero las aguas y los vientos no tardan
en borrarla. Nos creemos eternos, irrepetibles y sólo somos un pequeño destello
que brilla brevemente en un firmamento, para luego desaparecer. No somos
iguales, pero todos nos vamos con las manos vacías y el corazón lleno de algo.
Lo que éstos lleven depende del rumbo que hayan llevado sus vidas: atrapadas en
la superficialidad absurda del no ser, o libres de partir…
Empieza a llover. Los árboles huelen a madera, las flores se cierran para no ser destruidas y las gotas se van colando por su cabello y su cuerpo, dejando caminitos eternos que acaban en los charcos. Ella llora, las lágrimas se confunden con la lluvia, mira al cielo y ve el tapiz incoloro de agua que va cayendo. No todo está perdido, piensa, pero no siente, no hace frio, no hace calor. El tiempo no existe y nada importa. Somos partículas de tierra molida que se van con la lluvia…
Pedro L. Villalonga y Cardona